jueves, 4 de mayo de 2017

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El Mundo, con sus luces y sus sombras es un escenario para acontecimientos nobles y desgraciados. A veces, en un mismo lugar, se producen dos funciones antónimas que a pesar de definirnos, tienden a separarnos. El Primero de Mayo, día de los trabajadores, es una de esas efemérides que permite distintos tinglados. Tiene más de válvula de escape que de homilía solemne, a pesar de toda la solemnidad que entraña.  
Es el Día del Trabajo y no lo es. Concitamos multitudes con el deseo de reivindicar todo aquello que con “sangre, sudor y lágrimas” -y bastante fuego- permite una vida decente, o al menos que muchos se inserten en las corrientes económicas que la definen.
Es, por antonomasia, término y plazo para el reclamo. Es el reconocimiento de que no hay trabajo sin gente, pero que hay mucha sin trabajo.

En fin, el Primero de Mayo nos recuerda las conquistas y la agenda inconclusa. Por ello, existe la marcha que parodia un desfile marcial y el caos desde donde nace un Mundo. Habrá el que marche blandiendo la insignia de lo que cree; y estarán los observadores, acólitos o desentendidos. Y siempre, para muchos, el Primero de Mayo no dejará de ser una enorme y perturbadora contradicción. Sin embargo, en mi caso, prefiero que sea esa piedra en el zapato que le recuerda a quien ama la ley y el orden, que no hay tal cosa sin el trabajador.

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