Si la nombremancia realmente fuera cierta, ya me gustaría que C. pudiera redimir todo lo bueno que haya en el ingénito destino que proclama su nombre. Pero no soy supersticioso. Más creo en un viejo adagio que conozco y me alarma cada vez que lo repaso: el carácter… es el destino.
C. es uno de esos jóvenes para quienes las oportunidades ya fueron cobradas y saldadas. Tarde llegó a la repartición. Como muchos de nuestros jóvenes que no quieren hacer la fila, -porque es lo único que les ha tocado hacer desde que nacieron- C. intentó adentrarse a la corriente económica que impera de una manera expedita. No creo que ninguna otra persona, que no fuera su progenitora, haya tenido el deseo de atenderle primero a él.
En su correr abreviado se topó de frente con la ley y todo lo que ello significa. La acusación dice que se le incautaron 31.00 dólares al momento de su arresto. El inciste que le robaron $240.00, y no tengo por qué no creerle.

El asunto es que desearía que su azimut estuviera en otra parte, entre gente más sensible. Entre gente que cuando miran a C., a su rostro, puedan identificarnos a todos. Y se compadecieran.
C. tiene “una oportunidad dorada, un privilegio” de rehabilitarse. En ese orden (fue lo que me llamó la atención). Al menos eso le vende el Estado. Sin herramientas vuelvo e insisto. Y la herramienta puede ser el padre, la madre, el hermano mayor, la tía, el vecino, el pastor, el profesor, el policía que lo arrestó, el alcalde, el doctor. Una sola, o varias en conjunto. Aunque ya sean muy pocas herramientas. A su audiencia para acusar y celebrar juicio C. compareció sin desayunar. Y a las doce del medio día el hambre podía más que la obligación de pararse frente a un juez. O al menos eso dijo el.
Damos tanto por sentado. Deberíamos percatarnos de que el carácter de nuestros jóvenes, hay que defenderlo. Nos va el destino en ello.