viernes, 23 de diciembre de 2011

"Y una palabra tuya..."


Lo más bello -y terrible-  de las palabras, es la exegética en que nos sumergen. Bien  para escondernos y protegernos con ellas, o para llevar una ofensiva rapaz donde el vocablo misericordia quede al rescoldo.
Con las palabras hacemos nuestras promesas y con nuestras acciones las borramos. Pero no desaparecen del todo, porque el eco  de una promesa platicada es como un camafeo en el pecho.  Con las palabras asumimos compromisos metafísicos, y con nuestras dudas los postergamos. Si tan solo conociéramos el espíritu de las palabras, más que saber usarlas, aprenderíamos cuándo exactamente pronunciarlas. O escribirlas.

Personalmente ando en guerra con las palabras. A veces impiden que las agarre. A veces huyen o se esconden. Y entonces me quedo mudo. Y ni el tacto puede ya suplantar el efecto de la palabra oportuna. Esa que deseas escuchar con todas, digo todas, las fuerzas de tu corazón. Esa palabra vaporosa que va por el espacio hasta los oídos de otro. De ahí que la peor tragedia de las palabras es aguardar por ellas en el andén del destino para irnos a un viaje feliz.

Interpretar la palabra puede tomar una vida. Por eso permanecen satelitalmente, como la luna,  a veces plena y otras veces a oscuras.  Para mí son de mayor preocupación  cuando así orbitan. Las escuchaste una vez y no se marchan. Su reverberación es un estímulo. Vibran. La tomas con un lápiz; la escribes en el ordenador; la extraes de una canción, de un recuerdo; las pronuncias con una lentitud gustativa, saboreando cada sílaba como si fuera un fino chocolate que en un instante se vuelve amargo. Y no puedes hacer nada porque orbita. Y aprendes a tenerla de vecina, de acompañante. La amas, pero otros días la detestas porque cuando quisieras que se marchase permanece.  Como un tatuaje. Es ahí cuando la palabra se torna más difícil. Porque no la entiendes. Preferirías entonces no haberla escuchado jamás, aunque intuyas que la vas a extrañar.