Lo más bello -y terrible- de las palabras, es la exegética en que nos sumergen. Bien para escondernos y protegernos con ellas, o para llevar una ofensiva rapaz donde el vocablo misericordia quede al rescoldo.
Con las palabras hacemos nuestras promesas y con nuestras acciones las borramos. Pero no desaparecen del todo, porque el eco de una promesa platicada es como un camafeo en el pecho. Con las palabras asumimos compromisos metafísicos, y con nuestras dudas los postergamos. Si tan solo conociéramos el espíritu de las palabras, más que saber usarlas, aprenderíamos cuándo exactamente pronunciarlas. O escribirlas.
Personalmente ando en guerra con las palabras. A veces impiden que las agarre. A veces huyen o se esconden. Y entonces me quedo mudo. Y ni el tacto puede ya suplantar el efecto de la palabra oportuna. Esa que deseas escuchar con todas, digo todas, las fuerzas de tu corazón. Esa palabra vaporosa que va por el espacio hasta los oídos de otro. De ahí que la peor tragedia de las palabras es aguardar por ellas en el andén del destino para irnos a un viaje feliz.