La Estación de Ferrocarriles de Chamartin se encuentra al norte de Madrid. Bulle con la presencia de tránsfugas y pasajeros que no se distinguen en eso de llegar a un destino. En Chamartin, (que adopta el nombre del barrio que ocupa) llegan y salen casi sin detenerse, vagones y locomotoras que recorren gran parte del Noreste de Iberia. También converge el Metro, (valga la redundancia)bastante varios metros bajo tierra. Es una telaraña de vías muy bien servida con puntualidad y eficiencia. Desde allí llegaría en viaje nocturno de 7 horas a Barcelona. Pero esa es otra historia.
La que quiero contar tiene que ver con el ejercicio sibarita de recompensarme con un placer (uno o dos realmente).
Verán, cuando uno viaja, debe hacerlo con la ingenuidad de un niño bien educado y la curiosidad de un gato precavido. Debe uno observar todo lo que se puede ver, palpar todo lo que se puede tocar y saborear todo lo que se puede probar. Y digo “puede” con el entendido de que lo que se mire, se toque y se pruebe no nos haga daño al cuerpo ni al espíritu.
Aclarado el punto y de regreso al hedonismo consustancial a un viaje como este, les narro que hubo un instante donde miraba a dos chicas -era posible verlas, inevitable observarlas pero poco probable palparlas- que consumían dos tazas de un espeso y aromático brebaje. Ese -me dije- ya lo veo, me falta palparlo y saborearlo. Fue así como, previa una liviana y respetuosa introduccion, di con una taza humeante, espesa y fragante de chocolate. Me la invitaron Conchita y María José. Yo agradecí genuinamente. Mi tren partía a las once de la noche. Las chicas se marcharon no sin antes cruzar palabras amables. Y ahí estaba yo: dispuesto a observar, palpar y saborear lo que me dejaron aquellas damas. Una taza de viscoso y delicioso chocolate. No sabía el generoso dios maya Kukulkán -quien obsequió el cacao a sus acólitos- que miles de años después, no uno de sus devotos, sino yo, estaría frente a un pocillo ardiente de su aclamado agasajo.