miércoles, 5 de mayo de 2010

Alejandro y Diógenes


En un salón ensombrecido, que abundan en el Museo del Louvre, hay una pieza de particular fascinación. Se llama Alejandro Magno y Diógenes. Pierre Puget, su autor, demoró dieciocho años en realizar la obra en mármol de Carraca, entre el 1671 al 1689. El relieve se hizo a encargo de Luis XIV, monarca de Francia.
Es un relieve de proporciones imponentes: más de tres metros de altura y su anchura otros tantos. La pieza representa un instante de esos que quizás solo sucede en las tradiciones que van de boca en boca. Diógenes de Sinope era un filósofo de la Escuela Cínica y Alejandro Magno el militar macedonio más famoso de la historia.
Se distingue Diógenes por su absoluta renuncia a los bienes materiales y los convencionalismos sociales. De ahí, la menesterosa apariencia que reconstruye del filósofo Puget, en una escena, en ocasión de estar Diógenes ante la presencia de Alejandro, vencedor de Grecia, quien a su vez está rodeado de su alto mando. Tal parece que Diógenes le estuviera pidiendo algo al celebérrimo conquistador. Dicta la tradición que la conversación recreada en la obra de Puget fue, más o menos, la siguiente:
-“Yo soy Alejandro Magno”- dice el guerrero.
-“Y yo Diógenes el cínico”- responde el filósofo.
- “¿Qué puedo concederte?”- preguntó Alejandro. Diógenes contesta:
– “¿Puedes apartarte para no quitarme la luz del sol? No necesito nada más”
Sorprendido por la seguridad y dominio del filósofo el emperador replicó:
-“Si yo no fuera Alejandro, querría ser Diógenes”- a lo que éste le contestó:
-“Si yo no fuera Diógenes, querría ser Diógenes”-

Otro relato que llama la atención sobre el carácter de Diógenes de Sinope refiere el momento en el que se encuentra con Aristipo, filósofo de escuela opuesta, y quien podía vivir cómodamente a costa de adular al rey. Diógenes consumía un plato de lentejas. Aristipo le dice:
-“Si aprendieras a ser sumiso al rey, no tendrías que comer esa basura de lentejas”- a lo que el cínico contesta:
-“Si hubieras tú aprendido a comer lentejas, no tendrías que adular al rey”-

Antes...


Creo que estamos edificando la sociedad del desastre. Y no lo digo por pesimismo sino por lo que se vive a diario. No con poco asombro leo que tirotearon un helicóptero. Han herido a dos pasajeros, de los que se recalca son agentes del orden público. Continúo la lectura y encuentro varias otras agresiones de carácter grave contra ciudadanos de distintos géneros. En otro rotativo ojeo que le siguen los pasos a un juez. Y que a un pastor –otro entre el redil universal de religiosos- le imputan haberse propasado con una menor de su feligresía.
Lo de la sociedad del desastre me viene por la realidad de que hay bastante impunidad en esta comunidad en que vivo. No es que estemos libres de pecados. Es sencillamente que la gran mayoría de las personas que realizan una fechoría de cuenta mayor, digamos, esas que rebasan hasta el derecho natural, campean por su respeto en pública desfachatez y ceban su ego ante el relativo éxito de su empresa delictiva.

Sucede muy poco en esto de construir la sociedad soñada. He visto más justicia y solidaridad entre aborígenes descalzos. Y si las referencias van de la mano con la impunidad, como cuentas de mayor a menor se van desgranando los actos que se suman al desorden comunal. Si quien puede lo mucho puede lo poco, entonces es previsible que veamos un incremento deletéreo en nuestras relaciones sociales. Si un asesino sale ileso ante el juicio de sus pares ¿qué no podemos esperar del ratero, del corrupto, del timador, del embustero, o en resumen, del aficionado a delinquir por placer o necesidad? ¿Qué podemos esperar de ese que se asía al poder y desde su cándida investidura institucional –y el poder que acarrea- decide dividirse el “fruto del trabajo del hombre” entre camaradas y privanzas?

Hay quienes nos levantamos cada mañana y no nos queda más remedio que seguir adelante. Que vamos a inmiscuirnos en aquello que nos procura el salario y el respiro. Y en el torbellino de inclemencias, solo podemos detenernos un instante para musitar alguna que otra palabra de inconformidad, como en un tiempo pedido, entre todo el ajetreo que nos queda por delante. Y ahí está la semilla del desastre. Vivimos tan mal, que en el ánimo de encontrar el alivio, diluimos las fuerzas que debiéramos guardar y dispensar para alentar a nuestro vecino, salvar a nuestro amigo, rescatar nuestro país. No pasa nada, decimos. Porque en efecto, eso es lo que sucede. Consumimos la información que poco a poco nos anuncia el naufragio; la echamos a un lado o la comentamos en los cafetines, en el desayuno y la sobremesa, y luego de haberla salivado bastante, la filtramos por la malla de la tolerancia. Entonces nos enajenamos en una fingida privacidad, entre las cuatro paredes de nuestro reino aquí en la tierra, hasta que el impune toca a nuestra puerta. Ahí, intuimos la escalada. Ese día queremos gritar y divulgar la afrenta. Pero la denuncia irá a parar al registro tinto de una imprenta, como exordio de alguna cuartilla periodística o reporte oficial. Y no pasa nada. Será entonces, con amargura en la boca, que desearemos haber hecho algo. Antes