miércoles, 5 de mayo de 2010

Antes...


Creo que estamos edificando la sociedad del desastre. Y no lo digo por pesimismo sino por lo que se vive a diario. No con poco asombro leo que tirotearon un helicóptero. Han herido a dos pasajeros, de los que se recalca son agentes del orden público. Continúo la lectura y encuentro varias otras agresiones de carácter grave contra ciudadanos de distintos géneros. En otro rotativo ojeo que le siguen los pasos a un juez. Y que a un pastor –otro entre el redil universal de religiosos- le imputan haberse propasado con una menor de su feligresía.
Lo de la sociedad del desastre me viene por la realidad de que hay bastante impunidad en esta comunidad en que vivo. No es que estemos libres de pecados. Es sencillamente que la gran mayoría de las personas que realizan una fechoría de cuenta mayor, digamos, esas que rebasan hasta el derecho natural, campean por su respeto en pública desfachatez y ceban su ego ante el relativo éxito de su empresa delictiva.

Sucede muy poco en esto de construir la sociedad soñada. He visto más justicia y solidaridad entre aborígenes descalzos. Y si las referencias van de la mano con la impunidad, como cuentas de mayor a menor se van desgranando los actos que se suman al desorden comunal. Si quien puede lo mucho puede lo poco, entonces es previsible que veamos un incremento deletéreo en nuestras relaciones sociales. Si un asesino sale ileso ante el juicio de sus pares ¿qué no podemos esperar del ratero, del corrupto, del timador, del embustero, o en resumen, del aficionado a delinquir por placer o necesidad? ¿Qué podemos esperar de ese que se asía al poder y desde su cándida investidura institucional –y el poder que acarrea- decide dividirse el “fruto del trabajo del hombre” entre camaradas y privanzas?

Hay quienes nos levantamos cada mañana y no nos queda más remedio que seguir adelante. Que vamos a inmiscuirnos en aquello que nos procura el salario y el respiro. Y en el torbellino de inclemencias, solo podemos detenernos un instante para musitar alguna que otra palabra de inconformidad, como en un tiempo pedido, entre todo el ajetreo que nos queda por delante. Y ahí está la semilla del desastre. Vivimos tan mal, que en el ánimo de encontrar el alivio, diluimos las fuerzas que debiéramos guardar y dispensar para alentar a nuestro vecino, salvar a nuestro amigo, rescatar nuestro país. No pasa nada, decimos. Porque en efecto, eso es lo que sucede. Consumimos la información que poco a poco nos anuncia el naufragio; la echamos a un lado o la comentamos en los cafetines, en el desayuno y la sobremesa, y luego de haberla salivado bastante, la filtramos por la malla de la tolerancia. Entonces nos enajenamos en una fingida privacidad, entre las cuatro paredes de nuestro reino aquí en la tierra, hasta que el impune toca a nuestra puerta. Ahí, intuimos la escalada. Ese día queremos gritar y divulgar la afrenta. Pero la denuncia irá a parar al registro tinto de una imprenta, como exordio de alguna cuartilla periodística o reporte oficial. Y no pasa nada. Será entonces, con amargura en la boca, que desearemos haber hecho algo. Antes

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