domingo, 21 de octubre de 2007

Hacía aproximadamente cinco años que no caminaba San Juan –el Viejo- con una tranquilidad y felicidad típicas de la mocedad. Era como una antigua ciudad nueva para mi. La ví palpitante y llena de generaciones que coincidíamos en el cambio de turnos: los que llegamos a las siete y nos vamos a las 12 y los que entran a las 12 y se van a las siete.
Vi nuevos restaurante y observé que después de mucho tiempo hay plazas con mesitas para deleitar y complacer una clientela que conoce las virtudes y placeres de libar un vinito bajo las estrellas y frente a una fachada colonial.

La visita obedeció a una oportuna invitación. Llevo días tratando de enderezar mis pensamientos y en busca de la tranquilidad y felicidad que pensé extraviada desde hace unos meses.

Cuan agradable fue encontrarme con unas amistades poco conocidas. Que agradable fue trabar el contacto que abre las puertas a una posible amistad mucho más sólida. Confieso haber perdido ese sentimiento. Y me confieso ahora fanático de dicha sensación. Que agradable fue sentirme acompañado de una mujer bella. Que agradable fue conocer a su amiga. Que agradable fue conocer algo mejor a un rostro conocido que casualmente era el esposo de la amiga de mi amiga.

Por primera vez regresé a un ritual que parecía extinto. Sin darme cuenta, con el devenir de los años, había olvidado caminar por el Viejo San Juan, y platicar con alguien de mi agrado. Creo que este viernes 20 de octubre tuve un renacimiento. Me hacía falta. Mucha falta.