domingo, 9 de mayo de 2010

Arcangeles y Trenes

...pero he aquí Miguel, uno de los principales príncipes, vino para ayudarme.
Daniel 10:13
La Biblia Reina Valera. Edición 1960

Montserrat parecería una obra magistral de Gaudí si no fuera porque su autor es Otro. Los iniciados que pongan pie en su geografía comprenderán lo que digo. Por cincuenta kilómetros desde Barcelona, atrechados en un cómodo recorrido de una hora en ferrocarril, llega uno a esta prominencia mística. Sus rocas parecen columnas forjadas en el cielo, donde quiera que éste quede.
No imagina uno el lugar hasta que se llega a él. Su formación peñascosa parece un escenario construido a la medida de la fe. Sus farallones son milagros de la naturaleza y sus ermitas y veredas, tenacidad de hombres.
Entre rocas inmensas, la montaña ampara una abadía benedictina centenaria. Pero el esoterismo de este promontorio tiene otros entronques, que no se limita exclusivamente a la Orden de Benedicto y al monacato. Por ejemplo, antes que ellos los lugareños ya creían en “la Moreneta”, o Virgen de Montserrat, una María negra que –según me cuentan- niños pastores encontraron en esta montaña en el 880. Leyó bien: hace mil ciento treinta años. Se dice que cátaros y druidas también anduvieron por acá.
Montserrat es museo, es naturaleza, coro, es basílica, es misticismo. Y también es historia y heroísmo. Uno de sus frailes ermitaño, Bernat Boil, llegó al Nuevo Mundo acompañando a Cristóbal Colón en 1493. Durante las guerras Napoleónicas fue incendiado el monasterio. Y en tiempos revueltos de España, fue Montserrat arquetipo de resistencia catalana contra el fascismo. Se documenta que durante la Guerra Civil Española veintitrés devotos, frailes y curas, murieron durante una persecución religiosa que duró tres años.
En el monasterio hay un coro de niños que entona desde sus orígenes, allá por el siglo XIII, lo que convierte a Montserrat en la escuela de canto más longeva de Occidente. Tiene un museo con piezas antiquísimas en oro y otras riquezas. Acá el culto a la oración y la contemplación es una forma de vida. También, hay espacio para otras cosas, curiosamente, como el senderismo y los peregrinajes. Es un santuario como uno imaginó: entre escarpadas montañas que están lejos de todo y cerca de nada y al que se acude a guisa de sacrificio y devoción. En otros tiempos claro. Ahora, solo hay que querer ir.
Cuando uno termina la visita desciende del monte como se llegó: en funicular o tren de cremallera.
Mi transporte partía de regreso a Barcelona a las 17:40 (5:40 PM). Sentando en el andén desde las cinco, y faltando un mundo para la llegada de mi tren, comencé contemplar el espacio en el que estaba.
Miraba yo hacia la montaña, despidiéndome de su esplendor y magia. El sol, ya comenzaba a echarse no sin antes enviar una homilía de luz. Luz que se colaba entre dos promontorios de la montaña encantada; una luminiscencia definida y afilada como navaja.
Había silencio y la temperatura era fresca, casi fría. Entonces volteé mi cabeza hacia la derecha y allí estaba el cartelón: “El Rincón”. Algo así como un anuncio de cafetín que insinúa astutamente “ahora o nunca”. Advertencia por lo bajo de que esa última copa de vino te la pudiste tomar allí, pero una vez inicias la marcha en tren, es demasiado tarde.

Un negocito "a la vera" de los rieles del ferrocarril, es El Rincón. A las cinco y cinco de la tarde llegan voces a la desolada estación. Un argentino con su madre conversaba de lo bien que la habían pasado. De lo importante de llegar al andén a tiempo y nunca perder el tren. “El Rincón” seguía llamándome. Dudé.
5:10 “Y si pierdo el tren por distraerme” me dije.
5:12 “Pero quizás, con las cámaras y el abrigo se me hace imposible correr desde el establecimiento al vagón. Entonces perderé el tren.”
5:15 “No. Debo montar guardia por el tren. Si pierdo el tren, caerá la noche y estoy en este lugar más cerca del cielo que de Barcelona. Y en el cielo, muy pocos me conocen. Mejor no me muevo. No quiero perder el tren”
5:18 “ Por favor, sírvame una copa de vino tinto. Si Ribera del Duero, mejor. Gracias”

Tomé mis dos cámaras, el bulto y el abrigo. Camine por una senda de setos vivos. Un caballero de suéter rojo degustaba un trago y fumaba pipa sentado en un banco hecho de finas cañitas como bambúes, bajo una frondosa hiedra de majestuoso tronco, que servía de sombra y techo. Le separaba del mostrador una mesa y bastante espacio como para caminar entre ambos puestos. Al fondo, en una mesa al aire libre, dos parejas con dos chicos reían y discutían amistosamente, con acento aguardentoso, quién tenía el privilegio de pagar la cuenta.
Me sirvieron el vino. Frente a mí, como extraído de una película de época, un reloj de bordes rojos, y números romanos, marcaba el paso indefectible del tiempo. Entonces escuche la voz.
-“Esas cámaras deben ser costosas”- dijo el hombre del suéter rojo.
-“mmm, bueno, no si se disfrutan.” Contesté luego de sorber mi copa de vino purpura profundo.
- “Claro”- dijo mi interlocutor con una sonrisa relajada.
5:32 -“Al anden! Apúrate que llegará el tren, no estarás listo y sabrá dios que pasará
con tu vida”-
5:33 -“Otra copa de vino por favor. Del mismo”-


-“¿Va a comer usted? Que aquí cocinan de todo y hacen una paella”- expresa el fumador de pipa.
- “No tengo tiempo, aguardo el tren de las 5 y 40 y como ve, ya casi llega. Voy a Barcelona”. Dije con alguna resignación y un tonito de angustia.
-“Yo también voy a Barcelona pero me voy en el de las seis o en el de la siete. Pasan cada hora”-
-“En ese caso, creo que me quedaré a comer”- dije relajado, con una sonrisa de amigo. El fumador de pipa asintió como muestra de hospitalidad genuina. Luego de las introducciones de rigor supe que se llamaba Francisco y que había vivido en Montserrat por mucho tiempo, desde chico. Que fue chofer de autobús y ya se había jubilado. Vivía ahora en Barcelona; y que cada vez que podía -como ese sábado diez de abril de 2010- se llegaba hasta El Rincón para ver viejos amigos o sentirse en casa. Para sentir la espiritualidad del lugar en el que por tanto tiempo vivió. Me invitó un vino. Yo le reciproqué con el trago de su predilección: ginebra con zumo de naranja. Recordó como despertaba con las campanas del monasterio. Identificó la intensidad que palpita en mi fuero y quizás mucho más que eso. Terminamos amigos. Cuando me levanté para irme, me dijo:
- “Te voy a regalar algo. No soy religioso, pero si soy muy espiritual”- Extrajo de su billetera una pequeña estampa.
-“Esto te lo doy, no para que creas en él, sino como un símbolo, para que te acompañe.”-
La estampa es de San Miguel Arcángel. Al dorso de la estampa una oración inicia “Arcángel San Miguel, defiéndenos en la lucha…
Quien visita Montserrat… termina creyente.