sábado, 12 de junio de 2010

A Tomas Ortiz


No recuerdo exactamente cuándo lo conocí. Quizás era yo muy joven como para llevar fechas más allá que la del cinco de enero, víspera de la Fiesta de Reyes, cuando siempre veía a ese señor que aprendí a querer y respetar por sus posturas y gestos. Sí recuerdo, sin embargo, el momento en que por primera vez supe que le tenía un entrañable cariño.

Tomás Ortiz era un hombre bueno. Era uno de esos seres con una fuerza interior que no se refleja en musculatura ni en la altanería. Su fuerza estribaba en su humildad, en sus convicciones y su oficiosa presencia.

No sé si Tomás Ortiz escribió un libro. Pero sé que sobre Tomás Ortiz puede escribirse uno.

Lo recuerdo con su atuendo de trabajo: un pantalón vaquero tan veterano como él; camisa de uniforme militar verde y botas. Perfeccionaba su estilo con un capacete legendario y un machete bajo el brazo. El cinturón en sus pantalones era negro y ancho, con hebilla de acero, y le recorría su magra cintura sin esfuerzo, más bien con precisión. Cuando caminaba hacia alguien, su cabeza se inclinaba ligeramente hacia un lado y la mecía con un tenue movimiento, como una campanita. Se acercaba con una media sonrisa amistosa, y con el brillo de unos ojos oscurísimos, delineados entre los surcos que la vida obsequia en reconocimiento a la experiencia. Su voz, que parecía salir de la base del cuello, allí donde converge con las clavículas, denotaba una honestidad que solo podía ser bien recibida. Era un hombre fuera de serie.

Tomás Ortiz caminaba mucho. Como quien tiene confianza y no le teme a nada, sin tener que convencer a nadie. Era emblemático verle en su jeep color rojo por las veredas sinuosas de Barranquitas. Se le veía arriar vacas entre cerros, en las heredades sembradas de plátano, yuca y habichuelas. Sembraba el arroz que luego de cosechado su esposa convertiría en el suculento arroz con dulce más solicitado de toda la navidad. Trabajaba la tierra. Alimentaba sus animales. Domaba caballos. Sabia de ganadería. Conocía árboles y frutos por nombres y apellidos. Además, entendía el secreto de confeccionar aguardiente que añejaba en cocos secos sellados con un tapón de tachuelo y cera.

Supo servirse de sus animales con un respeto inmenso. Como el aborigen que rinde culto a la Madre Tierra. Inmolaba un cerdo para agasajar familiares y amigos en Fiesta de Reyes. No lo asaba. Lo trozaba para que se degustara como carne frita, cocinada en un fogón localizado al dorso de su hogar. Gente de todas partes llegaba a la casita blanca de Tomás y Rosa desde muy temprano con la esperanza de pellizcar un trocito.

Hospitalario por naturaleza, llegar al hogar de Tomas y su esposa Rosa, era detenerse en un manantial de agasajos. Frutas frescas, dulce de lechosa, toronja en conserva, dulce de naranja. Y por supuesto, café.

Agricultor, agrónomo y veterano. Era un hombre de antes, de esos a los que la vida forjaba de un modo distinto: con un cincel de obligaciones y responsabilidades desde temprana edad; con avatares extremos en circunstancias que requerían valor e imaginación. Como aquella ocasión, durante la Guerra de Korea en el frente de batalla, que la ametralladora de la que dependía el pelotón se estropeó por el uso continuo. Una pieza que encarrilaba la munición en la recámara, de tanto calor, se fatigó y la boca infernal de la ametralladora quedó muda en un instante en el que les iba la vida. Tomás Ortiz, hombre de campo con un ingenio de metrópolis, alcanzó un árbol de guayabo y con una navaja -nunca renunció a llevar una consigo- cortó un trozo de madera cilíndrica y densa, la colocó en el lugar de la pieza con la precisión de un ingeniero metalúrgico y la metralleta volvió a despedir plomo. Un pelotón se salvó gracias a una navaja y a un trozo de árbol de guayaba. Eso diría Tomás Ortiz. Los sobrevivientes dirían que fue gracias a él, y le valió el reconocimiento de sus superiores. El solo calló la hazaña. Conociéndole, supongo que su entendimiento de hombre íntegro le sugería que aquel gesto, que le permitió salvar vidas, no era más que su deber.

Al regreso de los campos de batalla, donde conoció de primera mano el verdadero significado de la palabra sobrevivir, estudió agronomía en el Colegio de Artes y Ciencias Mecánicas de Mayagüez. Una institución universitaria famosa por acoger a los mejores estudiantes de ciencias e ingeniería. Allí aprendió el nombre científico y la técnica de todo aquello que parecía llevar en sus genes. Sabia de ganado, de siembras, de horticultura. Sabia de gente y sobre muchas otras cosas. Además, tocaba el acordeón.

Como dije al principio recuerdo el día preciso en que supe cuánto afecto le tenía. Fue luego de una prolongada ausencia por esos lares; llegué de visita inesperada y me lo encontré no como el hombre que había conocido de niño, sino como sobreviviente de un cáncer que le llevo parte de la lengua. Su cuello manifestaba la huella entre la mandíbula y la oreja; sostenía entre sus labios un pedacito de servilleta para evitar que la saliva se desbordara por una de sus comisuras. Cuando le vi sentí la gran amargura de la aflicción. Y le murmuré muy cerquita que me perdonara por no haberme imaginado lo que le había tocado vivir y mi ausencia. Pude ver como se le aguaron los ojos, y como bajó su mirada. Tenía yo cuarenta años y el aproximadamente setenta y dos. Aquella mirada era una de vergüenza. No era de recriminación ni de queja. Era la vergüenza que aquel jibaro sentía al verme compungido. Hasta en eso era grande ese hombre. Tan grande que supo soportar la muerte trágica de dos de sus cuatro hijos, en épocas distintas.

Disfruté muchas de sus conversaciones,relatos e historias. De sus explicaciones y descripciones sobre plantas y cultivos. Disfruté verle ser abuelo porque realmente se adentró en esa fase de su existencia con la misma responsabilidad y vigor que ameritan todas las cosas importantes de la vida. Particularmente, con aquel nieto de nombre Alberto, que parecía un Tomás Ortiz en miniatura.

Se ha ido Tomas Ortiz. No me imagino los campos sin sus pasos. No me imagino la Fiesta de Reyes sin su acordeón. No imagino al nieto Alberto sin su abuelo. No me imagino a Sonia y a Maribel sin su padre en un día como hoy. No puedo imaginar el mundo sin Tomás Ortiz.