Tuve la oportunidad de ser asiduo al bosque de Toro
Negro. Con ese nombre que implica la
fuerza y el misterio al mismo tiempo. Localizado hacia al oeste y con algo de terquedad hacia
el centro; en esa cordillera vertebral de nuestra Patria, tan tozuda como
nuestra identidad antillana.
Era en una casita sumergida en lo más sibilino
del verdor. Como las que dibujan los niños, la casita. Con un arrollo timidón a un costado. Y más sombras que
un ladrón.
Cuando llovía, el torrente de gotas galopaba
sobre hojas, arboles y cascadas. El manantial del cielo generoso en su diluvio.
Y cuando era torrencial, aquel arrollo medroso
se envalentonaba y de su cauce crecido salía
un rugido.
Escondido en la casita, veía como llegaba la
neblina. Parecía un buque etéreo y sigiloso que, con resignación, encallaba en
la montaña hasta que otra cosa dispusiera el viento.
Pero era cuando llegaba la noche que el bosque descubría
su gran secreto, en medio de la oscuridad más onda. Verán, los bosques
palpitan. Y sin no me creen, intérnese en uno, solo. Y escuche. Escuche lo que
el bosque dice. Escuche como lo dice. Y solo podrá identificar una palabra:
Vida.
De día el bosque es una exposición. De noche…
es un arrebatado discurso que promete a rabiar que habrá una próxima mañana. De
noche el bosque se escucha. Se siente. Y de momento aparece un quejido. Y desde
otro lugar nos llega un lamento. Como un bosque insomne. Y el sonido más lejano
y más cercano, es una respiración acompasada, el palpitar de una gran grillada
que no cesa de pulsar. Vida que aguarda abrir los ojos en la nueva alborada.