domingo, 2 de abril de 2017

Al Primo Sergio


La fotografía mostraba un carrito descapotado color rojo. Era un TR de Triumph. Yo estaba en Venezuela y nuestra hégira hacia Puerto Rico era una determinación fuera de mi control. A los seis años se tiene control sobre muy pocas cosas. La fotografía vino de manos de mi madre. Desconozco si arribó por carta o con algún pariente antillano. Al dorso de la foto se podía leer algo así como “lo ven, les gusta? cuando vengan vamos a pasear en el”. La nota estaba firmada por “Albertito” uno de mis primos hermanos vía entronque materno.
Cuando llegamos a la Isla el carrito había sufrido un percance pero mi primo estaba ileso. Él tenía diecinueve años y yo recién cumplía los siete. Aquel primo inmenso de un metro noventa fue mi primer amigo en este país. Su novia y luego esposa, Neida también me acogió con el mismo cariño que Alberto. Ella le llamaba por su primer nombre, Sergio, para llevarle la contraria. Con Sergio Alberto mis primeros dias en Puerto Rico fueron menos duros. A pesar de la diferencia en edad, aquel gigante se mostraba complaciente y dispuesto siempre a brindarme la oportunidad de un buen rato. Me llevaba al cine. A sus prácticas de baloncesto. A dar una vuelta.
Sergio Alberto Morales Marrero se crió con los padres de mi madre y estos lo trataron siempre como a un hijo. La Guerra de Vietnam estaba en sus postrimerías pero aun reclamaba carne de cañón entre los jóvenes boricuas. Recuerdo a mi abuelo y su voluntad de ausubo infundir carácter a la familia y explicar lo que significa la objeción por conciencia. Sergio Alberto no iría a Vietnam. El abuelo no lo iba a exponer a regresar de aquella descabellada guerra como muchos de sus contemporáneos: en un bolso de cadáveres o con el alma tullida.
Cuando le conocí Albertito era jugador de baloncesto y estudiante de agrimensura, profesión que completó y revalidó para convertirse en un excelente profesional en su campo. En nuestro trato siempre hubo mucha complicidad. Fue un incondicional conmigo. Construía cometas inmensos para elevarlos en el Morro. Me regaló mi primera calculadora. Trabajé varios veranos en sus brigadas de agrimensura, lo que me llevó a conocer rincones y montañas de Puerto Rico.
Fuimos a Rusia juntos, antes de que cayera el muro de Berlín. El y su esposa fueron apoyo indispensable en una etapa de mi vida en que me convertí en esposo y padre casi al mismo tiempo. Y cuando decidí prepararme para mi reválida de derecho, fue generoso sin pedírselo. Apadrinó a mi hija. Fue un buen consejero. Y a veces un severo crítico. Lo vi criar a su hijo Alberto Miguel con un ímpetu patriarcal muy suyo. Neida su esposa hombro con hombro. Vi la felicidad que le brindaron sus nietos, así como los otros niños que se iban sumando a la familia. De su parte siempre hubo regalos para todos.
Una vez le obsequie un animal espléndido: un dálmata al que él bautizó “Punto”. El nombre me pareció genial porque aquel animal estaba lleno de ellos y porque, en la profesión de Sergio, el punto era la unidad y referencia básica desde donde nacía cualquier ejercicio de mensura. Sergio amaba su profesión. Era un hombre disciplinado. Madrugador, familiar, competente, terco, de buen humor y muy generoso.
Luego la vida le lanzó una baraja que le obligó a modificar su juego. Le metió mano a la vida con valor y determinación a pesar de estar enfermo. Un día lloramos juntos. Cómo olvidar ese día. Cómo olvidar ese día que le expresé mi rabia con la vida por el modo que lo había tratado. Fue ahí cuando vi a mi gigante favorito llorar, derrumbado en una silla de ruedas, y con sus ojos inundados decirme en un susurro que escapaba al llanto “César, no hay remedio, sino seguir viviendo”. Cosa que trató de hacer hasta que no pudo más. Como el niño de seis años con poco o sin ningún control sobre lo que pasará después. Mi primo deja una brillante estela de buenos recuerdos. Pero su partida también deja un inmenso vacío en mi familia. Hasta siempre Sergio. Un día de estos nos vamos de paseo en el TR.

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