Es una línea casi imperceptible en la película “The King’s Speech”. El dialogo ocurre entre Collin Firth, que caracteriza al rey Jorge VI, y Guy Pearse que interpreta al hermano mayor y primero en la línea de sucesión al trono de Reino Unido, Eduardo VIII. Uno de esos asuntos dignos de la revista Hola.
En la escena los hermanos regresan de las alacenas reales, algo así como una mazmorra subterránea repleta de espiritosas y sabrá dios cuantas otras exquisiteces; Edward con una botella de champaña y Jorge con una gran preocupación. El diálogo de ambos implica las obligaciones, el deber, las solemnidades, las apariencias, ritos y el honor que provienen de la institución real. Edward no tiene otra opción sino la de ser Rey. El otro, tartamudo, solo sabe que si los protocolos siguen la corriente, le besará la mano a su hermano por el resto de sus días en eterna genuflexión, aunque no merezca la corona. Uno cuestiona la ligereza al otro. Y cuando el heredero del trono reclama y el otro le contesta, se hablan así:
“King Edward VIII: Don't I have any rights?
King George VI: Many privileges.
King Edward VIII: Not the same thing.
Lo que me trae hasta este otro reino. El de Borikén. Y ante aquellas personas que por ser electas en la política del patio pasan a formar parte de una suerte de realeza criolla. Una casta social que, con contadas excepciones, una vez electos se acostumbran a la rimbombancia del poder, y se disocian del pueblo porque no entienden la naturaleza de los conceptos mandatario y poderdante. Pronto olvidan que el pueblo les confió la oportunidad de hacer un trabajo, y la persona debería sentirse halagada y obligada a responder con lo mejor de sus capacidades.
Lo que me lleva a comentar sobre todos esos políticos que por alguna razón parecen inmunes al reclamo. Que se conciben idóneos por el mero hecho de estar en el juego. Y que cuando se les insta a que cumplan con mínimos porque, no faltaba más, de ellos se espera el mejor ejemplo, relinchan como el caballo abacorado que no entiende razón.
No entienden que dentro de tanta estrechez y miseria, son los primeros en ser llamados a dar el ejemplo. Que cuando se habla de medicina amarga, no basta con pronunciarlo sino demostrar que el ejemplo comienza antes, durante y después del puesto o el escaño.
No me refiero a que se flagelen por la salvación. Las dietas, el vehículo, la seguridad, las comidas, el poder, los contactos, las oportunidades, las colectas y todo lo que viene con ese puesto por el que prometieron y dieron su palabra de bienhechor, debiera ser suficiente disuasivo para que se comporten a la talla de lo que de ellos se espera. Me refiero a que tengan la decencia de reconocer el privilegiado asiento en el que se encuentran y por ende la seria responsabilidad que se les delega con ello.
Pero no. No sucede así en este trópico parasitario. Cuando los cuestionamos, hacen contubernios entre sus pares.
Lo que me lleva irremediablemente al representante Rivera Guerra. Por solo mentar a uno de ellos. Rivera Guerra es químico de profesión, y por lo tanto, podemos imaginarnos que si entiende la química puede entender un proceso de solicitar permisos; tampoco debe ser difícil para él informar la existencia de sus propiedades para el cómputo de sus obligaciones tributarias.
Es además representante desde hace una década, lo que lo tiene que haber familiarizado con los procesos, métodos y políticas públicas del país. Ha participado en la aprobación de distintas leyes que inciden en su particular situación. Y gana lo suficiente como para pagarle a alguien para poner sus asuntos en orden. Tiene el privilegio de tomar el teléfono (pago por el pueblo), llamar, y seguramente no tendrá, ni él ni su agente, que hacer una fila. No tendrá que ir en autobús o en tren, ni siquiera a pie. Podrá hacerlo en el automóvil con el tanque lleno que le paga el pueblo. Tal vez, luego de media hora de trámite podrá regresar a su auto, estratégicamente aparcado frente a la puerta de la agencia, encendido, con el acondicionador de aire a todo dar, para mantener la carlinga del vehículo en una temperatura agradable.
Rivera Guerra representa a una casta que no se da por aludida cuando venimos diciendo que las cosas están mal. Es parte de una clase que con rapacidad se sirve de los bienes del gobierno socolor de legitimidad. Y cuando le señalamos su irresponsabilidad, olvida todos sus privilegios, y solo se le ocurre decir con un tartamudeo existencial: “Pero, acaso yo no tengo derechos?”
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