sábado, 28 de enero de 2012

El derecho a elegir

Entre las creencias que con mayor apego celebramos nuestro sistema de vida, está esa sensación de que elegimos, de que tenemos opciones de escoger lo que es mejor para nosotros.
Salimos de un hospital envueltos en delicadas sabanitas de algodón y poliéster. Nos alimentan con fórmulas porqué mamar, aunque es una opción, no es de buena apariencia y entonces nos guardan en cómodos y asépticos pisos, al arrullo de un televisor. Ese televisor, que más que un aparato es una ventana a un pequeñísimo segmento mundo,  nos tararea la vida como a alguien alguna vez se le ocurrió. No somos nosotros ni nuestros padres quienes seleccionan o eligen lo que por la ventana electrónica escuchamos y aprendemos. Y para cuando ya en efecto pudiéramos hacerlo, estamos tan acostumbrados al paisaje que no nos interesa cambiarlo.
Luego,  casi sin remedio, llega el momento que nos hará “libres” por siempre: nuestro primer día de clases. El desarraigo del calor del hogar donde, muy bien pudiera ser cierto, somos los consentidos únicos y especiales. Y entonces, entre pares uniformados semejantes a los frutos de un huerto sembrado de repollos, vamos aprendiendo la cartilla fonética, las primeras letras, nuevas figuras de autoridad, tecnologías, juegos, muchas mentiras, sutiles diferencias aparentes -o por apariencia, que no es lo mismo- y por supuesto, desconocidas pocas vergüenzas  sobre las que escucharemos el reproche “¿pero de dónde este niño habrá sacado eso?”.
La gran mayoría, el 99 por ciento, irá a las escuelas masificadas. Esas donde hay un patio en caos hasta que suena un timbre. Y luego, pastoreados como  rebaño, entraremos en las celdas –o salones de clases, como usted prefiera- subordinados a una pizarra y una tiza y al sujeto que la sujeta. Allí, continuaremos el periplo a la ciudadanía, al urbanismo.
Nos enseñaran los grandes hitos de la historia: Colón descubrió América. Washington nunca dijo una mentira. En el Siglo XIX se abolió la esclavitud. Y para aquellos que estudiamos en un colegio religioso, particularmente católico, nos enseñarán lo abominable de la masturbación.  ¿Alguien recuerda quien escogió la escuela, los maestros o las materias?
Las matemáticas nos las introducirán con rezago.  Y el rezago nos acompañará por el resto de nuestras vidas. Pero vamos, es, simplemente, nuestra propia elección.
Nos dirán que hay un orden sucesivo en la enseñanza. Elemental, intermedia y superior.  Y luego la universidad. Esta última empeñada en enseñarnos algún oficio que pueda servir al dueño de un negocio, de una empresa, de una multinacional que nos garantizará un emolumento semanal o quincenal.  Al gobierno no prefiero tocarlo por ahora, porque eso… es otra vida.
Entre tanto, ¿se acuerdan de aquella ventana desde donde nos arrullaban con las bellas canciones de Colgate y Palmolive? A través de ella habremos visto inconmensurables horas de información sobre cómo funciona el mundo: el fondillo mas apetecible, la cerveza más fría, el wiski que nos hace más interesantes, el automóvil que maneja el triunfador, el reloj de los que saben que el tiempo es oro, el perfume más irresistible, el hombre idóneo para comandar el destino, el refresco que es la chispa de la vida, el aceite más saludable, la pastilla que lo cura todo menos los efectos secundarios, el galán del momento, la princesita más deseada, la arpía más odiada, los cauchos que mejor ruedan sobre mojado, el par de senos más ansiado, el candidato más honesto, el político más execrable, el destino más anhelado, la oferta irresistible del momento, el regalo ideal para mamá, el obsequio que papá nunca olvidará, el enemigo público número uno, las pantaletas con la mayor capacidad de seducir, la joya más codiciada, la residencia más exclusiva, el oxímoron del banco más amigo, la Miss que mas desea la paz y amor para el mundo, la serie mundial donde solo juega un país, alguna que otra guerra preventiva.
Iremos a nuestra oficina, taller o trinchera a sudar nuevamente por las horas que nos toque. Intercambiaremos  toda la información suministrada y adquirida la noche anterior. Pasaremos revista sobre nuestros pares y utilizaremos como referencia todo lo aprendido. Juzgaremos al mundo. Luego, entrada la tarde, o la noche o la madrugada, según sea el caso, regresaremos a nuestro techo. El de la “urbanización exclusiva” cuya hipoteca se prolonga más de lo que originalmente creímos, y cuya tasación nos revela que todo ha sido un gran timo.
 Y podremos sentarnos frente al televisor, una vez más, convencidos de que cuando adquirimos la nueva y más reciente pantalla ultra plana de alta definición, tuvimos, reclamamos y ejercimos  el supremo derecho a elegir.

martes, 24 de enero de 2012

El Discurso del Representante

Es una línea casi imperceptible en la película “The King’s Speech”. El dialogo ocurre entre Collin Firth, que caracteriza al rey Jorge VI, y Guy Pearse que interpreta al hermano mayor y primero en la línea de sucesión al trono de Reino Unido, Eduardo VIII. Uno de esos asuntos dignos de la revista Hola.


En la escena los hermanos regresan de las alacenas reales, algo así como una mazmorra subterránea repleta de espiritosas y sabrá dios cuantas otras exquisiteces; Edward con una botella de champaña y Jorge con una gran preocupación. El diálogo de ambos implica las obligaciones, el deber, las solemnidades, las apariencias, ritos y el honor que provienen de la institución real. Edward no tiene otra opción sino la de ser Rey. El otro, tartamudo, solo sabe que si los protocolos siguen la corriente, le besará la mano a su hermano por el resto de sus días en eterna genuflexión, aunque no merezca la corona. Uno cuestiona la ligereza al otro. Y cuando el heredero del trono reclama y el otro le contesta, se hablan así:

“King Edward VIII: Don't I have any rights?
King George VI: Many privileges.
King Edward VIII: Not the same thing.

Lo que me trae hasta este otro reino. El de Borikén. Y ante aquellas personas que por ser electas en la política del patio pasan a formar parte de una suerte de realeza criolla. Una casta social que, con contadas excepciones, una vez electos se acostumbran a la rimbombancia del poder, y se disocian del pueblo porque no entienden la naturaleza de los conceptos mandatario y poderdante. Pronto olvidan que el pueblo les confió la oportunidad de hacer un trabajo, y la persona debería sentirse halagada y obligada a responder con lo mejor de sus capacidades.

Lo que me lleva a comentar sobre todos esos políticos que por alguna razón parecen inmunes al reclamo. Que se conciben idóneos por el mero hecho de estar en el juego. Y que cuando se les insta a que cumplan con mínimos porque, no faltaba más, de ellos se espera el mejor ejemplo, relinchan como el caballo abacorado que no entiende razón.

No entienden que dentro de tanta estrechez y miseria, son los primeros en ser llamados a dar el ejemplo. Que cuando se habla de medicina amarga, no basta con pronunciarlo sino demostrar que el ejemplo comienza antes, durante y después del puesto o el escaño.

No me refiero a que se flagelen por la salvación. Las dietas, el vehículo, la seguridad, las comidas, el poder, los contactos, las oportunidades, las colectas y todo lo que viene con ese puesto por el que prometieron y dieron su palabra de bienhechor, debiera ser suficiente disuasivo para que se comporten a la talla de lo que de ellos se espera. Me refiero a que tengan la decencia de reconocer el privilegiado asiento en el que se encuentran y por ende la seria responsabilidad que se les delega con ello.

Pero no. No sucede así en este trópico parasitario. Cuando los cuestionamos, hacen contubernios entre sus pares.

Lo que me lleva irremediablemente al representante Rivera Guerra. Por solo mentar a uno de ellos. Rivera Guerra es químico de profesión, y por lo tanto, podemos imaginarnos que si entiende la química puede entender un proceso de solicitar permisos; tampoco debe ser difícil para él informar la existencia de sus propiedades para el cómputo de sus obligaciones tributarias.

Es además representante desde hace una década, lo que lo tiene que haber familiarizado con los procesos, métodos y políticas públicas del país. Ha participado en la aprobación de distintas leyes que inciden en su particular situación. Y gana lo suficiente como para pagarle a alguien para poner sus asuntos en orden. Tiene el privilegio de tomar el teléfono (pago por el pueblo), llamar, y seguramente no tendrá, ni él ni su agente, que hacer una fila. No tendrá que ir en autobús o en tren, ni siquiera a pie. Podrá hacerlo en el automóvil con el tanque lleno que le paga el pueblo. Tal vez, luego de media hora de trámite podrá regresar a su auto, estratégicamente aparcado frente a la puerta de la agencia, encendido, con el acondicionador de aire a todo dar, para mantener la carlinga del vehículo en una temperatura agradable.

Rivera Guerra representa a una casta que no se da por aludida cuando venimos diciendo que las cosas están mal. Es parte de una clase que con rapacidad se sirve de los bienes del gobierno socolor de legitimidad. Y cuando le señalamos su irresponsabilidad, olvida todos sus privilegios, y solo se le ocurre decir con un tartamudeo existencial: “Pero, acaso yo no tengo derechos?”



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martes, 10 de enero de 2012

Obras inconclusas....


 
Al lado de mi cama amparo un librito que raya en folleto de lo flaco que va. Sus páginas son de un desgastado marrón claro, y al tacto da una sensación granosa. Como si predijera que un buen día de estos, más que un libro, será un obituario de papel.

El nombre del autor está impreso en una tipografía mucho más grande que el título de la obra. Lo que me hace pensar en  Lakhdar Boumediene.*

El 19 de octubre de 2001, Boumediene, argelino de nacimiento pero naturalizado ciudadano bosnio, se presentó a su trabajo en la Sociedad de la Media Luna Roja, homóloga de la Cruz Roja en propósito y servicio. A su llegada le recibió un agente de inteligencia (el oxímoron clásico).  Fue arrestado por presuntamente planear la colocación de un explosivo en la embajada norteamericana. Las autoridades judiciales  bosnias determinaron que no existía base para la detención y ordenaron su liberación. Al instante de ser liberado Boumediene fue raptado por agentes norteamericanos y transportado a Guantánamo.  

Entonces pasó siete años en el averno. Sus hijas apenas gateaban para esa fecha. Ya no las pudo ver más. No las vio crecer. No jugó con ellas. No escuchó sus risas ni sus llantos. No pudo acariciarlas o consolarlas. Y cuando alguna carta de ellas podía leer, era luego de haber sido censurada con una cuidadosa cirugía para extraer cualquier resuello de amor.  Su familia empobreció. Y el mundo con ella. A pesar de hoy estar libre, Boumediene solo quiere olvidar, aunque tiene razones muy fuertes para no poder hacerlo.

Para esta fecha, Guantánamo, si la palabra del Sr. Barak Obama fuera buena, debería haber dejado de existir. Pero en estos días el infame centro de detencion cumple diez años y mantiene como “inquilinos” a 171 prisioneros. Detenidos en un limbo, sin juicio. 

Curiosamente –el 31 de diciembre- el presidente de los Estados Unidos firmó una ley que autoriza al gobierno detener por tiempo indeterminado y sin juicio a ciudadanos estadounidenses para interrogatorios y procesamiento.

El autor del libro que mantengo en mi mesa de noche es Frank Kafka. 

“Alguien tenía que haber calumniado a Josef K pues fue detenido una mañana sin haber hecho nada malo”  Así comienza su obra El Proceso. Kafka nunca terminó de escribirla.



* http://www.nytimes.com/2012/01/08/opinion/sunday/my-guantanamo-nightmare.html?_r=1&ref=lakhdarboumediene