Aun entre barahúnda y celebraciones hay espacios en estos días para considerar resoluciones. Y entre gente que conozco hay quienes se plantean una pléyade de nimiedades. Como si al primero de enero hubiese un borrón y cuenta nueva, para iniciar nuevas estupideces. Bueno, al menos es algo. Al menos es una ilusión de cambio, y a veces las ilusiones no son una extravagancia inalcanzable.
Pero qué tal si las resoluciones no fueran particulares. No fueran tan egoístas, por decirles de algún modo. Que tal si las resoluciones, por su contenido, fueran de por si una determinada posibilidad de vida; un cambio, no para unos pocos, sino para la inmensa mayoría.
No digamos empero que se trate de alcanzar la igualdad que nos endilgan los tratados políticos, acaso exigencias de mayor justicia. Me refiero a cambios decorosos para los que quizás no tengo la palabra precisa. Pero el que yo no tenga esa palabra exacta que tanto anhelo (ya antes he dicho que se escapan y se esconden) no quiere decir que otros no puedan esclarecer los misterios de unas verdaderas resoluciones, denominándolas correctamente en episodios de real inspiración divina. Como lo hace, por ejemplo, Eduardo Galeano.
Feliz Nuevo Año
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