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Manny y su nieta Alyssa |
Platicaba con mi amigo de la infancia, Manny Guevara, a quien siempre distinguí por contar con una inteligencia natural y muy buena determinación para lo que le gustara. Nadie sino él supo dirigir su inteligencia y sus impaciencias. Inquieto de adolescente, sin proponérselo, anduvo por toda suerte de escollos. Confieso que le acompañe en varios de ellos, como si fuéramos dos cachorros. Un buen día Manny desapareció. Emigró, adolescente todavía, primero a Nueva York y luego solo el destino supo a dónde.
Un buen día apareció. Luego de más de dieciséis años desde que partió. El me encontró. De algún modo supo cómo hallarme. Es obvio que alguien que te tiene como amigo, verdadero amigo me refiero, hace cualquier cosa por encontrarte cuando tiene deseos de hacerlo. Manny, como antes dije, es un hombre inteligente y determinado. Para encontrarme solo tuvo que proponérselo.
“Mira miiijo” fue lo que escuché al otro lado del auricular para transportarme a mi adolescencia. Aquella voz callosa no había cambiado. Y mucho menos su carcajada gutural. Teníamos treinta y tres años en ese entonces.
Me dijo que andaba de visita en Puerto Rico. Que se había casado. Que tenía dos niños. Celebraría el cumpleaños de uno de ellos y deseaba invitarme junto a mi familia a la celebración. Ese reencuentro fue feliz. Conversamos de algunas cosas que por confiadas prefiero no compartir. Conocí a su esposa y a sus chicos. El conoció a los míos. Vi a su señora madre y su esposo. En fin, como suelen ser los encuentros de viejos amigos luego de dieciséis años. Entonces desapareció de nuevo. Esta vez a buscar fortuna en la construcción luego de que un huracán devastara el estado de la Florida.
De eso ya van diecisiete años. Hasta hoy, cuando por magia de la tecnología volví a saber de él. Un mensaje de texto preguntó mi número telefónico a través de esa ventana a la imprudencia que es Facebook. Era Manny. Le dije que mi teléfono era el mismo e instantes después mi móvil sonó. Al contestar volví a escuchar su inconfundible saludo seguido de una carcajada que conozco muy bien. Su español lucía los estragos de la falta de práctica.
Ya peinamos canas y alguno que otro cabello en lugares que antes eran lampiños. Ahora es abuelo. Y como si nos contáramos qué habíamos hecho durante un fin de semana cualquiera, nos pusimos al día de los más de tres lustros sucedidos.
Platicamos de cómo discurren las cosas allá en su domicilio y acá en el mío. Repasamos los cambios que han ocurrido en el mundo y cómo también cambiaron las reacciones de las personas. Comparábamos sucesos y situaciones. Y luego de una conversación larga que nos debíamos, descubrí porqué Manny y yo hemos podido ser amigos, a pesar de las distancias y el tiempo. Coincidimos y la experiencia prácticamente nos ha llevado, como en aquel inconsciente colectivo que proclamaba Carl Gustav Jung, a entender la vida de un modo muy parecido.
Atrás han ido quedando las lealtades incondicionales. Sabemos ahora que el respeto y el amor se ganan a través de un proceso consistente y consciente. Hemos aprendido que la gratitud es importante. Que la familia vale la pena y es lo que más cerca tenemos, aunque se cimenta en los mismos principios de cualquier otra relación. Aprendimos también que en el periplo de la vida hay muchas injerencias que manipulan e intentan extraer de nosotros la chispa que nos permite disfrutar de la vida, al hipotecar nuestro espíritu a expectativas y necesidades que son ilusorias.
Conversamos de cómo se ha homogenizado la subsistencia. De que la educación y la instrucción carecen de una estructura que le permita a cada quien realizarse hasta su potencial máximo. Y de cómo el gobierno disfrazado de bienhechor muchas veces establece los fundamentos de nuestros grandes problemas, por su falta de honestidad principalmente.
Si, Manny siempre fue hombre libre. Inquieto y decidido. Lo mejor de todo es que a estas alturas de la vida sabe precisamente como ocuparse y hacer las cosas que verdaderamente importan.
“Mira miiiijo” sonaba bien cuando teníamos quince años. Y ahora a los cincuenta, cuando me doy cuenta de nuestra conexión, el saludo de Manny se escucha mucho mejor.