jueves, 15 de diciembre de 2011

Memoria


De memoria identificamos lo cotidiano como cuando una lámpara nos revela el mundo. El rostro, el árbol, la calle, el hermano, al amigo, nuestros hijos: sabemos lo que son porque antes ya les hemos conocido haciéndolos nuestro de distintos modos.
Los sentidos, cómplices con la retentiva, programan nuestra aceptación y el reconocimiento de las cosas. La memoria es luz.
Y el cauce de la vida nos permite aprovechar ese fulgor para tantas cosas. La cotidianidad no sería lo que es sin la memoria. Con ella reforzamos nuestra experiencia, y vivimos. Reconocemos un presente esplendoroso, o quizás, mejores recuerdos que un ahora.

Pero un buen día esa lámpara refulgente  inicia su desgano mansamente. La ineludible evolución no se fija en nosotros. Rebasa nuestro presente con sutileza y subterfugio. Tal vez se apiade de otros en un futuro. Y en una fecha imprevista hallamos la neblina. Leguas de tiempo se interponen y avasallan los sentidos. Caminamos a tientas. La luz se extingue y con ella la memoria. Entonces ya ni siquiera reconocemos las tinieblas. 
Como cuando no encuentras las llaves. O como cuando las rutas de antes son irreconocibles. Como cuando olvidas las tres comidas diarias, o las que sean. O como cuando tus hijos ya no son los tuyos. 
En tus ojos sigue habiendo ventanas,  pero ya no son las del alma. Se ha extinguido el paisaje porque todo lo que antes conocías te es extraño.

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