sábado, 22 de enero de 2011

De Túnez a Puerto Rico... un paso es.


No creo que seamos distintos a otros alrededor del mundo. Es decir, las necesidades que tenemos como seres humanos, nuestros apetitos y preocupaciones sino iguales, son patentemente similares. Lo que me lleva a pensar en Túnez. Un lugar que en alguna época albergó a una potencia llamada Cartago. Un rincón en el mundo donde poco más de diez millones de habitantes, han vivido durante los pasados veintidós años bajo la dictadura de un sátrapa y su esposa, una especie de Imelda Marcos con domicilio en las Mil y Una Noches. Un país que si bien celebraba elecciones, la contundente y reiterada victoria de su presidente, Zine El Abidine Ben Ali, era la mejor evidencia de la traición al juego limpio.

Hasta que el 17 de diciembre de 2010, Mohamed Bouazizi, un desempleado con grado universitario, buscándoselas en un carretón desde el que vendía frutas, fue intervenido por la policía por no contar con una autorización para vender. Los oficiales del orden público le “confiscaron” su exiguo inventario. Ante el atropello oficial, Mohamed presentó una denuncia. El problema fue que la misma no fue acogida. Entonces, algo muy fuerte tuvo que haber sucedido en las conexiones neurológicas del desdichado egresado; demasiado fuerte. No tan fuerte, sin embargo, como para impedirle que le escribiera una nota a su señora madre, en la que le suplicaba por el perdón. Pero lo suficientemente fuerte como para que, en su desesperación, comprara un embase con gasolina, caminara hasta un edificio gubernamental, se roseara el combustible sobre su cuerpo, y se prendiera en fuego.

“…la culpa es de nuestros tiempos…” fue otra de las frases suscritas en su nota. Como apunta un medio de noticias alternas, Mohamed no tan solo encendió su cuerpo, sino una mecha para las protestas.

Un mes después el presidente absolutista Abidine Ben Ali y su esposa abandonaban el país, no sin antes apropiarse de unas cuantas barras de oro.

Y así como pensé en Túnez, regresé a Puerto Rico. Y palpo el desempleo, los suicidios y las frases como “such is life”. La tasa de asesinatos elevadísima en lo que constituye de facto una guerra civil, cuya médula no es otra que el factor económico y las preocupaciones que derivan de dicha variable. La falta de servicios a los ciudadanos. El miedo que nos insuflan. Y no digamos el maltrato institucional al que poco a poco, parece, nos hemos ido acostumbrando.

Pienso en esa Universidad que independientemente de lo que diga el gobierno solo deberíamos plantearnos una pregunta: ¿Será igual o más accesible la Universidad de ahora en adelante? Y escribo Universidad con mayúscula porque por antonomasia, no debería uno entrar en discusiones sobre su calidad. Ínsita es pues la característica por el mero hecho de evocar su concepto.

Y pienso en ese otro concepto a flor de lengua, la democracia, como la excusa que me dará mucha gente cuando compare a Puerto Rico con Túnez. “Es que aquí hay democracia”, dirán. Esa democracia que cada cuatro años, en un juego de sillas, intercambia personas que son estirpes repetidas y que poco o nada cambian. Que les molesta cuando se les dice que lo han hecho mal y se ufanan cuando al colega le sale peor. Que se orugan en la simiente del sector público para, con prestaciones incomprensibles, vivir al margen de las necesidades que se acumulan día tras día por culpa de gestiones indecorosas. Que nos echan la policía encima cuando la protesta les revienta el refajo.

Al cabo de un abrir y cerrar de ojos, transcurren veinte años más y los mismos nombres continúan dando órdenes y sirviéndose del bolsillo del pueblo. Catorce o veinte nombres. Da lo mismos si fueran cien. Siempre los mismos, solo que con mejores beneficios y oportunidades desproporcionadas para ellos. Aunque pasen veinte años.

Algo así como el presidente de Túnez y su esposa.

lunes, 10 de enero de 2011

Promesas y Epifanías

La invitación surgió en la sobremesa. Y a las siete de la noche, cual lo pactado, íbamos de camino a una Promesa de Reyes. Antes, frente a mi ignorancia, inicié la investigación de rigor para no desentonar la solemnidad del evento. Sabido es que, durante la navidad, existe la probabilidad de que me creyera yo en una fiesta. Bueno, la Promesa de Reyes es una fiesta, pero una muy distinta; es la tradición de implorar a los Tres Santos Reyes por su intervención en un momento de necesidad, a cambio de un pacto personal, con el que un devoto solícito se compromete a pagar una promesa con su adoración.


En Puerto Rico, el día de Reyes, es una celebración cuya intensidad es proporcional a la distancia entre la capital y el campo en el que se celebre. Es decir, a mayor distancia de la capital, más fervorosa la celebración del día de Reyes. Por eso creo que la Promesa de Reyes se ve, por lo general, tierra adentro.

Una vez en rumbo, tardaríamos dos horas en llegar. La Promesa a la que me invitaron es reconocidísima y muy concurrida. Decenas –sino centenas- de personas, concitadas por la costumbre, llegan a la casa de Gracia Rivera, en el Barrio Quebrada Larga de Añasco, para cantarles a los Santos Reyes rosarios y aguinaldos.

A la casita de Doña Gracia se accede por una empinada cuesta y el eco de un rosario cantado vaticina nuestro encuentro. Dentro de este hogar se escuchan tambores, acordeones, güiros, guitarras y cuatros. La gente marca el ritmo a palmadas. Y las voces entonan cánticos alusivos a la epifanía. Esta Promesa a la que me han llevado tiene algo más de ciento treinta años. Pero además de un siglo, tiene folclor y misticismo. Más de cinco generaciones han preservado la tradición. Y no es casualidad, puesto que quien la inició allá por el 1880, obligó a su estirpe. Sus hijos, nietos, bisnietos, tataranietos y choznos son deudores y, hasta esta fecha, han honrado la obligación de pagar la promesa.

Son largas horas de aguinaldos en letanías. Improvisados o tradicionales. No se consume bebidas embriagantes, excepto una porción de aromático anís. Se sirve chocolate caliente y algunos entremeses. Allí, en la sala donde los músicos interpretan, hay una urna y dentro de ella puede verse la talla antiquísima de los Tres Reyes Magos. Pero la casa de Doña Gracia esta repleta de otras estampas. Tallas en estantes de madera; fotos de antepasados que también le fueron fieles a la tradición, y figuritas de yeso; emblemas de la epifanía que marcan la religiosidad de esta familia. El evento ya había comenzado días antes. Comenzó con procesiones en el vecindario. La urna que contiene la talla de los reyes es llevada casa por casa. Y los comprometidos pagan su promesa.

Cuatro horas después de llegar al hogar de Doña Gracia, continúan los cánticos. Recesos breves sirven para relevar músicos y cantantes. De momento hay también un cambio generacional. Una adolescente de rostro lozano y ojos inteligentes inicia sus coplas –compuestas por ella- y todos le hacen el coro. Una voz nada juvenil lanza una aseveración en un momento en que solo se escucha el acompañamiento musical: “Con ella, se salva la tradición”.

En ese pase de batón de una generación a otra, hay una epifanía en sí misma.

lunes, 3 de enero de 2011

Breve historia de la verdad… y otros embustes.

Voy a relatarles algo.
Muchas veces la realidad es demasiado inverosímil. Es como si nos hubieran insertado en el más inmenso relato jamás contado; un relato donde el reparto es interminable, y en el que protagonistas y antagonistas se confunden. En fin, parecería que la vida es un cuento repleto de ficciones que desfilan frente nuestros ojos con ropajes de verdades, entre las que tramitamos la supervivencia. Desconozco cuándo comencé a verlo de tal modo. Supongo que fue luego de aquella extraña visión que tuve cuando arribé, desde otro país, abordo del Satrústegui, un barco de matrícula española que mantenía ruta entre los puertos del Mar Caribe y las Antillas.

Atracados al muelle, antes de abandonar el barco, me pareció que el horizonte se inclinaba en un ángulo de treinta y cinco grados. Halé la manga de mi padre para advertirle, pero era imposible.Como del océano no se derramó una gota, ni las gaviotas se dieron cuenta. Nadie se consternó. Nadie protestó. Y hasta el día de hoy, desde esta Isla, el horizonte sigue torcido y parecería lo más normal del mundo.

Luego me enteré que en ese mismo barco que me trajo a las costas de la Isla, tres años antes de mi llegada, en el puerto de San Juan durante el mes de octubre de 1965, un cubano médico de profesión, pero de oficio asesino, colocó una bomba en el casco de la nave. ¡Y yo que miraba embelesado, desde la proa de aquel barco, peces voladores!

Varios años después -ese doctor- hizo lo mismo con un avión. Murieron setenta y tres personas entre los que viajaba un equipo de esgrimistas cubanos.

Pero hubo otras señales.

Ya establecido en la Isla, llegó un extraño anfibio, de fuerza sobre humana: el Garadiábolo. Era aterrorizante. Al menos en la foto. Impresionante era la historia de aquel maestro de educación física que le hizo frente a un ser que parecía salido del mismo infierno. Una especie de monstruo en miniatura. Se estremeció el país con la noticia. Pero unos hombres vestidos de negro, se incautaron del monstruito, precisamente antes de que el valiente profesor lo entregara a la ciencia para el estudio de rigor. Al menos, ese fue el cuento dicho por el profesor.
La prensa se cebó con la historia y muchos en el país temblaban. Para esa misma época, o quizá antes y por lo bajo, además del Garadiábolo, otros horrores ocurrían. Pero no los conocíamos. Se les documentaba en gruesas carpetas secretas, y delataban otro tipo de perdición entre hombres de discreta consagración. Eran criaturas de la Guerra Fría. 
Supongo que le llaman así porque ha de haber disparos de nieve.

Más tarde, mientras en el clandestinaje ocurría lo suyo, un nuevo engendro apareció en Puerto Rico. No sé qué era más abundante: si la sangre de sus víctimas o la tinta con la que se reportaba sobre su existencia. Así que toda la atención isleña se vertió sobre el Vampiro de Moca. De hecho, no se sabe si lo atraparon. O si resolvieron todos aquellos oscuros sucesos que le achacaban al Vampiro. Supongo que los órganos oficiales del gobierno andaban muy ocupados higienizando ideologías y secretamente sacando de circulación entes, a su entender, mucho más peligrosos. Como a mi abuelo. Un peligrosísimo conserje retirado del servicio público.

Ajenos a todo este trajín, ciudades y pueblos mantenían todo su interés en el aparecido (Vampiro de Moca). Los ecos de tanto fenómeno retumbaba a tal grado, que al pueblo le fue imposible imaginar que cuando dos personas fallecieron a manos de la policía en una montaña -épicamente llamada Cerro Maravilla- se trataba de un asesinato y no de una lucha entre héroes y villanos. Así la pintó un político, al que luego un militante más recalcitrante que él, le hincharía un ojo mientras dilucidaban –entre espirituosos- cuán imbécil era un tal George Bush. Bien merecido fue el puño, porque, ¿Cómo ha de tildarse de imbécil a un hombre que habla con Dios?

Pero de regreso a los hechos de aquellos desafortunados muchachos, es justo recalcar que algunos de los héroes, cumplieron algo así como veinticinco años de prisión. A otro que andaba con los difuntos, pero que salió herido en el dedo meñique, lo mataron de tres disparos. En esa ocasión, nada le sucedió a sus dedos. Nunca se supo quien le disparó, aunque, en honor a la verdad, la Organización de Voluntarios por la Revolución se adjudicó los hechos. No hubo arrestos. No sé porqué. Supongo que esa organización -y el Vampiro de Moca- obran en conjunto y deben estar en la lista de los más buscados.

Ya para ese entonces comenzaba a darme cuenta que en la vida, a veces, no hay una línea clara que defina la verdad de la ficción.

En cuanto al Vampiro, admito que no me extrañaba su “existencia”. Ya en Venezuela –de donde yo venía- había escuchado de aquella otra alma en pena apodada la Llorona. Otra aparecida que mantenía en vilo a la gente, mientras adecos, copeyanos y milicos desvalijaba al país. Y aunque mi abuelo paterno no fue asesinado por agentes del estado, alguien me contó que le torturaron en prisión. Le quemaron la piel. Pero el Abuelo nunca me dijo sobre lo terrible que eran los hombres cuando no están de acuerdo con las ideas de otros hombres. Esa parte de la historia la excluyó. Sus cuentos siempre tenían un tono feliz. Quizá, la Llorona era de mayor preocupación.

El calendario continuó su curso, y en sus días transcurrían cosas fuera de este mundo. Platillos voladores, apariciones de vírgenes, un pastor protestante que milagrosamente platificaba muelas, políticos honestos que iban presos, designios divinos y hasta un santo fallecido hace siglos, de quien se dice, le crece uñas y cabello.

El Comecogollos apareció a principios de los noventa. Pero rápidamente, por ser herbívoro, cedió su notoriedad al Chupacabras. Entre tanto, otro personaje se sumó al elenco de la historia. Un hombre que consumía grandes cantidades de cerveza holandesa, pensionado por padecer de sus facultades mentales, pero con suficiente arraigo entre su gente, como para ser electo alcalde. A este no le interesaban los comecogollos ni el chupabras. Más bien tenía una gran afición por la historia. Y consecuente con sus afectos, allá se fue a Rusia y adquirió una inmensa estatua de Cristóbal Colón. Pagó tres millones de dólares por traerla desmembrada, pero insistía que la misma era gratis. Una ganga. Lo último que se supo de la colosal escultura fue que la cabeza de Colón yacía tirada en algún espacio infecundo del municipio, a la intemperie. Algo así como un vudú reivindicatorio y colectivo. Aunque pensándolo bien, tal vez ese fue el propósito desde el principio.

Mientras tanto, y ante la peligrosidad del Chupacabras, (que no cejaba de atacar conejos, gallinas y cabritos), otro hombre se alzó a la altura de la circunstancia. Realmente no se le entendió muy bien lo que dijo cuando decidió cazar al Chupacabras. Era, y sigue siendo, un hombre de pocas palabras (entendibles, quiero decir). No era casualidad que fuera alcalde. Y tampoco que hubiera sido policía. Sin embargo, nadie ha podido explicar cómo todavía no ha dado con la escurridiza alimaña. Pero un alcalde-policía-cazador no se rinde. Por eso, también anda de expedición para atrapar a la Gárgola. Ah, ¿no les dije? Por acá merodea una de éstas, a una década de comenzar el Siglo XXI. Pobre de ella cuando el alcalde le eche el guante. Es bueno cuando el gobierno y los grandes periódicos toman en serio estas cuestiones.

El otro día a través del buró de prensa más importante del “país”, me enteré que el gobierno no escatimaba recursos para resolver estos asuntos de envergadura. El propio gobernador fue entrevistado por la reportera más famosa de la Isla. Una muñeca. Literalmente. En Puerto Rico una muñeca de trapo nos mantiene al día con una cobertura noticiosa que ya es paradigmática. Les juro que he visto la muñeca en el palacio de gobierno; asomada por la ventana y lanzando besos junto a un gobernador de otra administración. Uno prometió que no despediria  nadie, y el otro juró que no impondria un impuesto sobre la venta. Todavia hay alguna gente que les cree.

Aunque hablar con muñecas, prometer, jurar,cazar chupacabras, independentistas y gárgolas parecería una responsabilidad inherente al poder ejecutivo, merecida mención adeudo a un hechicero que conoce toda la cábala necesaria para adivinar el futuro y resquebrajar lo mismo. No está en el poder ejecutivo. Es legislador. La prensa ya lo reseñó. Es decir, la muñeca. Incluso otros medios le han dedicado unas cuantas cuartillas. ¿Su mayor acierto? Saber el secreto de los caracoles y, mediante ellos, hurgar y definir el destino de la gente. Una habilidad demasiado importante como para no estar en manos de un miembro del gobierno.

Recientemente una nueva situación reclamó la atención del Estado: La Universidad. Ya antes había dado problemas. Sobre todo cuando se les quiere cobrar más a los estudiantes. Pero se lidió del modo más democrático posible: el gobierno le dijo a los estudiantes cuanto los odiaba y los persiguió a rotenazos por toda la ciudad. Varias veces.

Pero los muy zafios no entran en razón. Y como a la universidad se va a estudiar y no a debatir, se prohibió cualquier tipo de expresión multitudinaria en su recinto, excepto aquellas a favor del gobierno y solo las que hace la alta oficialidad.

Además tomaron medidas razonables para salvar la institución e impedir el vandalismo. Por ejemplo, por orden de los administradores de la universidad, se arrancaron los portones y luego pusieron las cosas en su justa perspectiva: culparon a los estudiantes por ello, porque si los dejan, gamberrean. También se contrató a un otrora villano de la lucha libre para que encarara la situación. Después de todo, ¿a quien se le ocurre reclamar educación de excelencia a bajo costo?

De paso, con esa sapiencia que posee todo gobierno, particularmente el nuestro, se decidió llenar la universidad de personas que sepan seguir directrices y sean gente de ley y orden. Por eso, la atiborraron de policías. Supongo que por su condición de ex policía, el alcalde-cazador cualifica para pisar la universidad y, dada su proclividad a cazar gárgolas y chupacabras, aprovechará la ocasión para, luego de solicitar su beca, licenciarse en zoología.

Todo lo anterior es la verdad, lo demás... es puro cuento.