domingo, 16 de marzo de 2008

Fuegos Artificiales

Tres tímidos golpes a la puerta anunciaron la visita. Presentí que quien llega a tu hogar un domingo por la noche, sin invitación previa, trae malas noticias. Al voltear la perilla, habían dos señoras mirándome con aire de sorpresa. La seriedad de sus rostros confirmó mi corazonada.
-Aquí vive la doctora?- preguntaron mientras sus miradas ponían en duda mi propia existencia.
Asentí y fui en busca de mi madre de 72 años, a quien nunca había visto trabajar tanto como ahora, cuando disfruta de su jubilación.
-Se nos fue; creo que se nos fue- dijo una de las damas. Fiel a su juramento de Hipócrates mi madre buscó su estetoscopio con el fin de confirmar el deceso.
La doctora ya me había anticipado que “la parca” rondaba por la comunidad y que seguramente se presentaría de un momento a otro con su afilada guadaña a reclamar lo suyo. En efecto lo hizo.
El fallecido era alguien que alguna vez conocí por razón de vecindad, años atrás. Cuando hablamos por primera vez tuve la sensación de que el finado aguardaba por esta visita desde hacía tiempo. Sin temor y satisfecho con lo vivido.
Recordé como se sonreía cuando me veía; su sonrisa constituía una invitación irresistible a platicar. Inventarié las conversaciones que sostuve con el ahora difunto. Supe que fue un hombre que tomó riesgos y vivió con intensidad. Me narró sus peripecias en un pasado a décadas de distancia. Fotógrafo de la armada; vendedor de joyas y de cuanto le permitiera acumular riqueza. Bebedor consuetudinario y valiente. Fumador empedernido y decidido. Bohemio feroz. Me habló de sus amores perdidos y de la compañera que le domesticó su lado salvaje. Nadie hubiera pensado todo lo que vivió el hombre que pasó varios días en coma, antes de la partida definitiva. Gustaba de recordar su pasado. Sentía nostalgia por lo vivido y resignación ante lo inevitable. Se fue, eso es todo. Estoy seguro que su fallecimiento no fue a causa de correr ningún riesgo ni por haberse gozado la vida. Se fue porque llegó al final de su periplo.
La corroboración de su fallecimiento me llevó a pensar sobre la fragilidad de nuestra existencia. De lo minúsculo que somos en el universo, y de lo poco que se afecta el mundo con nuestra partida. De la indiferencia del cosmos. Pero también pensé en el imaginado equilibrio que se logra cuando comprendemos que somos importantes para alguien y cuando alguien lo es para nosotros. Esa sensación de propósito que al final de cuentas, nos creemos y nos motiva seguir viviendo.
Pensé en ese viaje que es la vida particular de cada uno; los recuerdos que acumulamos; las huellas que quedan. Pensé en las acciones paralelas que conforman esa misma existencia; las que dejan unos e inician otros. De las que nunca nos damos cuenta; las que no convergen ni se cruzan; las que añoramos por saber que existen, pero por alguna maldita razón nos son vedadas; y las que en algún momento se unieron y luego siguieron rutas y destinos distintos, porque no había remedio o no tuvimos el coraje de remediar.
Miré por el balcón del apartamento; me dieron ganas de fumar pero recordé que llevo una cruzada contra el cigarrillo que a veces pierdo. Desde la altura, contemplé la llanura de luces; la ciudad palpitante, ruidosa y viva. Reluciente. Sentí la presencia de miles de almas que continúan con sus vidas. Ajenos a la partida de unos, ensimismados en su propia existencia. Nada de malo en ello. Es nuestra naturaleza. De pronto comenzaron unos fuegos artificiales de mil colores y luces. Rasguños pigmentados en el semblante de la noche. Formas felices en el cielo; destellos sobre ese fondo violeta del infinito con lunares brillantes y dispersos. Celebré la vida del conocido que partió. Le dispensé el respeto con algún silencio. Quise pensar que los fuegos artificiales eran una despedida digna para un buen hombre. Y me dí cuenta que la vida y la muerte ocurren siempre ahora mismo.

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