miércoles, 30 de julio de 2014




Cubro el horizonte con la vista para encontrarme la magia de la vida que palpita. Veo los lagos, las aves. Canes y mininos. Grillos en su serenata a gritos. Las olas que hoy no descansan. Niños en los columpios. La brea que se pisa a diario. El caballero bien vestido, la dama que se maquilla. El mendigo que extiende la mano. Y luego pienso en Gaza. Con la edad promedio de diecisiete años. Tres veces caben en mi vida, aun así me sobran algunos años. Y basta un solo segundo… o quizás es demasiado. Todo lo que puede desaparecer en un segundo. Un túnel, un edificio, una calle, un barrio, una familia. Una perdida oculta en el discurso de ambos bandos. Y como siempre, aquellos que quedaron en la línea de fuego con una ingenuidad rayana en pesadilla, no viven para contarlo.  Y leo quienes se escandalizan por las imágenes del descuartizamiento; los bracitos tirados por todas partes y ese mar rojo que siempre discrimina.
Me duele Gaza porque está lejos y no puedo sino mirar un paisaje contrario. Ese pueblo que tiene tanto derecho o más. Ese pueblo timado y acorralado. Me duele Gaza cuando alguien justifica las bombas, los morteros los francotiradores, los tanques y los cohetes.  Me duele cuando la indignación no atraviesa los mares ni los polos ni nada. Y me duele cuando ni Ala ni Jehová suman su misericordia. Otra mentira, otra hipocresía.