Una propuesta de un pintor amigo mío consistía en un mural destinado a un espacio público en un lugar que ahora no recuerdo. Sí recuerdo el contenido de la obra. En un fondo color cielo se cruzaban convergían, entrelazaban, entremetían, confluían cientos de líneas que entretejían un laberinto de mensajes. Proponía el pintor que nuestro espacio, esa bóveda celeste, va cargada de recados, correos y envíos desde y hasta distintos destinatarios. Miles de expresiones, claras y confusas. Como un cielo estrellado a plena luz del día, como una precipitación diurna de perseidas. Así es el cielo de Carmelo.

La genialidad de su visión me arrobó en un instante. Y me percaté que ese cielo nuestro y de Carmelo es un vehículo y una red al mismo tiempo. Que por ese cielo se suceden millones de mensajes. Radio, sonido, luz, microondas, que van a parar a nuestros receptores biológicos o tecnológicos. Transmisión a través del cielo de códigos convencionales repletos de arquetipos. Y en la barahúnda celestial, indiscriminada, se cuelan los malos mensajes, los malos principios y los peores finales. Visto a través de las letras, puedo describir ese cielo: un crucigrama de ideas, todas las ideas, sintetizadas en líneas de distintas formas y extensiones, en una geometría espacial infinita que forma una malla impenetrable. Un cielo rayado. Arañazos y trazos. Enigmas para cada quien y cada cual. Una red que requiere de una contraseña individual para poder decodificar, comprender, separar el grano de la paja, y poder encontrar la verdad.
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