La opinión pública es un barril de pólvora que aguarda porque alguien le encienda su mecha. Las cataratas de tinta derramada con el explícito propósito de regañar a un gremio es la última versión de un intercambio de información sin recato y con tanta insensibilidad como la que se considere la peor de las imágenes que dio margen a la combustión espontánea.
De pronto, se beatifican lo estándares y se convierte en irredentos a aquellos que pecan de ser seres humanos. Una avalancha de piedras se les viene encima. Siempre es tan sencillo y raso defender lo que debe ser. Lo difícil es entender el porqué de lo que no se ajusta a la expectativa convencional. Lo difícil es ponerse en la otra orilla. Lo difícil es analizar sin emoción y con frialdad, inmunes al agua caliente del prejuzgo. Inoculación mediática sin parangón. Y al final, luego de rendidas las energías, quedan la resaca y los anonadados. Aturdidos todos porque un festival de mal gusto, de uno y otro lado, ha escamoteado lo que de algún modo, en un principio, nos hizo humanos: La solidaridad.
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