
Sorprende leer un titular que de algún modo define los tiempos más terribles del consumismo. Publica un diario puertorriqueño el acontecimiento de un robo a una reconocida tienda por departamentos. El objeto de la osada apropiación: unas gafas.
Una pareja dio el gran golpe con tan mala suerte que fue sorprendida minutos después. Sin embargo, este par estaba dispuesto a vender muy cara su detención, lo que ocasionó el forcejeo clásico autoridad versus delincuentes. En el consabido pugilato se oyó al caballero ladrón gritarle a su leal compañera de fechorías ¡Huye!
Ladina por demás, la mujer obedeció al pie de la letra las instrucciones de su compañero caco (no es un apodo en este caso) y puso pies en polvorosa en un vehículo bastante nuevo y muy digno para la huida. Bien ganada tiene la reputación el manufacturero del automóvil, pues la mangante logró escapar en una unidad marca Toyota, no sin antes regalar una cuota de daños y ganarse una aceptable crónica dedicada a sus quince minutos de fama. Como nota luctuosa se reseña que a la mujer evadida la acompañaba un niño.
Un par de gafas y el deseo de poseerlas. Aquí es donde llueven las preguntas. ¿Qué sucede en la cabeza de los protagonistas? Bajo qué hechizo encuentran el arrojo de tomar las gafas y el brío de, una vez pescados, huir a toda maquina jugándose la vida de otros y la propia ¿Qué mágica atracción desatan los anteojos para el sol? ¿Acaso les permiten transitar entre las oscuridades de alguna otra dimensión?
El chico. ¿Qué sintió el niño? ¿Iría llorando e implorando que terminara la osadía? O habrá vivido el suceso como una aventura de su consola de videojuegos? ¿Sabrá a qué grado le empeñaban la vida por unas gafas? Por unas gafas.
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