domingo, 15 de enero de 2017

La Reforma



Puerto Rico está sitiado por la desesperación. Acorralados como estamos, hemos delegado en funcionarios electos la autoridad para desarrollar y aplicar las soluciones adecuadas que conjuren la crisis. Esta autoridad delegada no implica sumisión. Todo lo contrario. En estos tiempos más que nunca, funcionario electo y los que éste destaca quedan sujetos a ser cuestionados y llamados a rendir cuentas. Empero, órdenes y nuevas leyes -mal llamadas reformas- se han elaborado con la prisa del que no quiere rendir cuentas. Se hicieron con celeridad y con la colusión entre el que tiene la autoridad y la información y el que medra en aguas revueltas. Es una historia que se repite.
Desde sus recién estrenados curules, rezan el mantra “hay que privatizar e incentivar una cultura de trabajo”. Pero he visto entre familiares, amistades y extraños una cultura de trabajo incomprendida, e invisible para el político miope. Gente que vende en las calles flores, agua, frutas, vegetales. Profesionales que salen a campear la desesperanza. Médicos que visitan domicilios. Ingenieros ofertando sus servicios. Amas de llave; enfermeras con más de un turno en distintos destinos. Estudiantes trabajando en cafetines y barras. Mujeres preparadas académicamente que bailan en clubes, o venden sus encantos. Músicos a quienes convocan para que, luego de pagarles una miseria, interpreten gratis lo que tanto trabajo les ha costado aprender. Veo puntos de drogas estructurados como cualquier negocio de pasillo donde los vendedores acucian al cliente para lograr una venta. Con lo que recaudan alimentan y visten a los suyos, aunque el oficio les cueste la vida. Veo jóvenes que ponen su esperanza en el uniforme militar de otro país y cobran por ir a bombardear en las antípodas del nuestro para luego regresar con el espíritu muy mal herido. Repartidores de periódicos gratuitos. Mujeres emprendedoras, haciendo prendas, bizcochos y limpiando casas, a pesar de tener trabajo. Cientos de chóferes transportando carga y gente. Veo cuidadores de ancianos y enfermos; guardias de seguridad; agricultores, revendones. Encuentro a las secretarias a medio tiempo. Comercios abriendo con la esperanza de lograr subsistir. Observo hombres envejecidos retomando las jornadas de antes para ayudar a sus hijos. Entre todos los empleados que alguna vez tuve que supervisar o contratar nunca me di con uno que pudiera decirse que era un vago.
Antes del 1920 mi abuelo, caminó millas desde Barranquitas hasta Comerío para trabajar en la siembra de tabaco. Quizás por ello solo pudo completar estudios hasta el sexto grado. Mi madre, luego de servir como médico toda una vida, emigró a sus sesenta años de edad, en el 1997 en busca de medios para su retiro y jubilación.
Es decir: a principios del Siglo 20 mi abuelo sin tener más de catorce años dejó la escuela para poder procurar un sustento. Setenta y siete años después, su hija -que es mi madre- tuvo que marchar de su país en el umbral de su vejez y a los pies del Siglo 21. No me vengan con el cuento de la falta de cultura de trabajo. Mi familia se ha fajado en la jornada sin excepción: hermanos, hermanas, primos, todos. Pero en ese mismo tiempo he visto los mismos apellidos que alguna vez entraron a la política, para enriquecerse ellos y su estirpe, asegurándose su futuro y el de sus cachorros. Para ellos, “servidor público” no es un distintivo sino un vulgar seudónimo. No trabajaron tanto como mi familia. Solo llevaron los apellidos y el genoma de un partido. Repartieron entre ellos y sus amigos. Otros se vendieron a los mejores postores hasta convertirse en prendas de bolsillo. Aunque reconozco que siempre han habido contadas excepciones.
Porque conozco la cultura de trabajo de los míos y la cultura de prevaricación de otros les digo: no hay reforma laboral, lo que hay es el despojo de derechos que pocas veces han sido refrendados como exige la ley. Usted no se imagina lo que le hacen a muchos empleados en este país. No tiene idea de cuántos -por no conocer sus derechos ni tener a quien recurrir- echan a pérdida el desafuero y vuelven a empezar. Los he visto. Los conozco a ellos y a los perpetradores. La única reforma que respaldo es contra la impunidad de quienes administraron para ellos y no para el País.
Lo que he visto hasta ahora lo he visto antes, y no es nada halagador.

lunes, 9 de enero de 2017

La marca Trump.




Casi todo el mundo por estos tiempos lleva en la boca al fenómeno Donald Trump. En los próximos días asumirá el puesto como el presidente número cuarenta y cinco  de los EUA.  

A sus setenta años, Donald mantuvo su pertinencia entre el pueblo norteamericano,  primero como hombre de negocios y luego como contenido en el conglomerado del entretenimiento y la información. Programas de entrevistas, cobertura de sus iniciativas de negocios, y hasta serial televisivo. Desde esos nichos mediáticos se fraguó su omnipresencia entre sus conciudadanos. Claro está, su narcisismo y voracidad complementaron el camino hacia la candidatura presidencial.


Como norma general el político compite para exponer su persona y divulgar sus ideas desde un costoso y complejo entramado partidista y de leyes electorales. Donald no estuvo sujeto a esa fuerza de gravedad que inicia y limita a los políticos de carrera. Por el contrario, flotaba y se lucía sobre ellos desde hace mucho tiempo.  Cuando decidió incursionar en la vida política, Trump ya era un producto, una marca de consumo diario; la suma de toda la publicidad y la propaganda encarnadas.
 
Su gran ventaja sobre los otros candidatos era el factor reconocimiento que relacionistas, prensa, televisión y otros medios le concedieron. Desde el más fútil cotilleo hasta los asuntos de Estado, Donald mantuvo y mantiene la presencia y exposición avasallante contra la que ningun politico pudo competir.

A pesar de lo anterior, soy de los muchos que pensó que Trump no tenía chances de convertirse primero en candidato a la presidencia, y mucho menos en presidente de los EUA. Esa desenfadada opinión convirtió el triunfo de Trump en una gran sorpresa a pesar de todas las señales que vienen ocurriendo de un tiempo a esta parte.

Lo que me lleva a mi segunda consideración. ¿Puede alguien pensar que Trump no representa los colores de EUA? Hay quien citará la constitución como si fuera el muro de contención. Hay quien dirá que en la “democracia” más poderosa del mundo los pesos y contrapesos limitan los excesos. Y hay quien realmente cree el cuento de la  excepcionalidad según deriva de aquel discurso pronunciado en  Gettysburg, en 1863.

Sin embargo,  en un principio, cuando vimos a Trump entrar en la contienda presidencial, imaginamos todas las razones por las que -según nosotros- el hombre no ganaría: Es un arrogante, es un engreído; es un irrespetuoso, es demasiado ambicioso, es un misógino, es racista, es un xenofobo, es un metiche, es violento, es desconsiderado, es un abusador, es un estafador, es un mentiroso… Todos esos calificativos y otros que seguramente conoceremos en el futuro.  

La cuestión es que nunca pensamos que Donald es la suma de todo eso, y a pesar de ello, alguna que otra virtud debe tener. Como el país que se apresta a presidir.

Porque EUA no es la estatua de la libertad necesariamente. Es el primer y único país del mundo que detonó no una, sino dos bombas atómicas sobre civiles. Es el país que en Vietnam lanzó más explosivos sobre villorrios y campesinos que los lanzados  durante la Segunda Guerra Mundial. Es la nación que consideró a Mandela terrorista y a los Contras luchadores por la libertad a quienes la CIA financió con el trasiego de la coca.
La que creó la prisión de Guantánamo y mantuvo secuestrados y presos a decenas de ciudadanos musulmanes inocentes. El gobierno que encerró a sus ciudadanos de ascendencia oriental en campos de concentración. El país que bajo un esquema de privatización delegó las facilidades correccionales a una empresa que sobornó a jueces -y estos aceptaron- para llenar los espacios carcelarios con decenas de jóvenes.
La nación que, bajo un pretexto falso transmitido a toda su ciudadanía y al mundo,  invadió a Irak desestabilizando toda una geografía y sus etnias; la que continúa interviniendo en otros países del Medio Oriente.
Es el imperio que denuncia sin pruebas concretas que Rusia influenció las elecciones presidenciales y obvia que ese ha sido su modus operandi en Ucrania, Congo, Guatemala, Zaire, Grecia, Chile, Italia, Cuba, Puerto Rico, Angola, Panamá, Venezuela, República Dominicana, El Salvador, Irán, Irak, Libia, Afganistán, Filipinas y China entre otros.  Es el país donde el racismo es un hecho; es la nación que socolor de impedir el terrorismo ha matado más de un millón y medio de habitantes en Irak y Afganistán; un país de inmigrantes inoculado con xenofobia; es un país cuyos ‘intereses” no son los del ciudadano común, sino los de un complejo industrial militar capaz, no de influir, sino de dirigir la diplomacia y la política exterior. Un país que prefiere destruir los alimentos para mantener un precio a costa del hambre de sus más de treinta millones de pobres; un país que se niega a brindar un sistema sanitario decente y prefiere gastar el triple de todo lo que gastan otros países y potencias en su aparato militar y de “inteligencia”.

Para que un país realice todas estas “hazañas” impunemente requiere que mucha gente, decenas de millones de personas, las acepte, las ejecute, las avale y vea estos actos como algo necesario, como acciones naturales o correctas.

No digo que EUA no tenga virtudes encomiables.  Trump también debe tener sus buenos hechos. Pero, después de todo, EUA es el país de Trump. Y Trump… la  síntesis de su marca.