lunes, 7 de febrero de 2011

Un Asunto de Poder


Recientemente me vi en la tarea de dar fe en una Escritura de Constitución de Poder. La poderdante tiene un nombre casi poético. Flor de Gracia.

Conocí a Doña Flor hace poco más de un año, y ella cuenta con ochenta y dos más. Recuerdo que caminaba con un buen amigo hacia esos oasis de café que se plantan en las ciudades para beneplácito de transeúntes y adictos a la cafeína, como yo.

Ya en nuestra ruta hacia el aromático brebaje, mi amigo se detuvo ante una mujer mayor, de escasa estatura, cabellos plateados y de un caminar extremadamente cauteloso y lento. “¿Doña Flor qué hace usted solita por ahí?” preguntó Reinaldo sorprendido y conmovido. Iba doña Flor en gestiones de jubilada hacia una cooperativa, según nos dijo.

“Mira César, ella es doña Flor, la abuelita de René”. Durante la breve conversación, Flor de Gracia sugirió que quería comprar un billete de la lotería electrónica a lo que me ofrecí para su comodidad. No supe nada más de la abuelita hasta estos días, cuando tengo el privilegio de actuar como notario ante ella.

Una de sus hijas me recibió en el apartamento que doña Flor ocupa hace casi cuatro décadas y me llevó ante su presencia. Flor de Gracia estaba sentada en un sillón de ruedas. Frente a ella, un andador. Le extendí la mano y le mencioné que la conocí hacía varios meses (algo más de un año para ser exactos)y al comenzar a narrarle las circunstancias de aquel encuentro se apoderó ella del hilo de mi recuerdo y fue ella entonces la que, impolutamente, describió aquel evento con la precisión y la claridad de una mujer inteligente.

Me senté a su lado para primeramente familiarizarme algo más con ella y para explicarle la naturaleza del instrumento público que se otorgaría. Un poder, ese documento en el que alguien autoriza a otro para que en lugar suyo – y representándole- pueda ejecutar una cosa.

Entre explicaciónes y comentarios divagábamos con historias familiares y tiempos bien atesorados. En un instante desvió su mirada hasta una mesa repleta de fotos. Hijas y nietos congelados en el tiempo. Pero era una sola foto la que quería enseñarme. Allí entre retratos, una foto sobresalía no por su tamaño sino por la imagen. Una mujer en un traje rojo. Rojamente ceñido. Cuando le devolví mis ojos me encontré con los de ella. Entonces me miro con una nostalgia acuosa. Una nostalgia por aquel pasado; nostalgia por aquellos cuarenta y cinco años detenidos en una imagen; nostalgia por la libertad que nos da la salud; nostalgia de todo aquello para lo que ya no hay poder.

Con sus ojos vivos y húmedos me dijo : “esa fui yo”.

Una media sonrisa se dibujó en mi cara. No podía decir palabra. Sin embargo, ella supo que yo la entendía perfectamente.