miércoles, 30 de abril de 2008

Dos rafagas y una película

Fueron dos ráfagas. Y luego, como cuando se pone punto final a una conversación, tres disparos más. Por un momento pensé que se trataba de una prueba. Poco a poco he aprendido acostumbrarme al sonido lejano de los disparos. No ocurren siempre. A veces son frecuentes, pero no siempre. Me alarman. Se que son una profecía muy nefasta. En la pantalla de mi televisor veía 3 10 to Yuma, una película en la que los asuntos pendientes también se arreglan a tiros.

No le di mayor importancia a las ráfagas. Así que mantuve el volumen del televisor lo suficientemente alto como para recrear fielmente el ambiente del film. Miraba la película con mucho interés. El diálogo, la cinematografía, la edición y las actuaciones eran excelentes. Russell Crowe caracterizaba a Ben Wade: la maldad con guantes de seda y cara de ángel. Christian Bale, encarnaba a Dan Evans. Un terco ranchero con todas las de perder. La cinta es realmente una buena pieza del género western. Los conflictos que entraña son también magistralmente trabajados: el sentido del deber, la realización personal, el bien el mal, lo pragmático versus lo idealista; la realidad y la fantasía también tienen su espacio y son tratadas.

Pero a pesar de ver lo que ocurría en la pantalla, la memoria de las dos ráfagas regresó. Tatatatatatatatá Tatatatatatatatá … ta…ta…ta. Una ametralladora sin lugar a dudas. Luego tres disparos.

En el televisor un jinete corría a la par de una diligencia. Desde la diligencia un avejentado Peter Fonda caracterizaba a un veteranísimo escolta. Con una escopeta recortada y con su mirada de águila, perfeccionada por la magia de Hollywood, Fonda apuntó y le disparó al jinete que corría paralelo a su carruaje. Era un delincuente el del caballo: la maniquea propuesta de los buenos Westerns. El jinete bandido llevaba en sus alforjas varios cartuchos de dinamita. Peter Fonda, viejo como estaba, y con todo el movimiento de la carlinga arrastrada por caballos pudo percatarse de la explosiva carga. Fue entonces que con la escopeta recortada disparó hacia la alforja y la magia de la postproducción nos brindó una desagradable carnicería en la que tanto el jinete como el caballo se volvieron trizas.

Tatatatatatatatá Tatatatatatatatá … ta…ta…ta. Volvió el recuerdo de la secuencia ruidosa. Tarde me di cuenta que los disparos tuvieron un blanco. No los de la película. Sali al balcón y miré hacia un puesto de gasolina. Había un hilo de sangre fresco y visible que pude divisar con unos binoculares. Un ser humano tendido. Joven, sin vida. Patrullas a destiempo. Curiosos por doquier. Y luego, decenas de cartoncitos a dos aguas, numerados, cubriendo todos los casquillos que formarían parte de una evidencia que quizás nunca sería presentada en corte.

En la película 3:10 to Yuma seguían el bien y el mal repartiendo suerte a pólvora y plomo. Su escenario se llenó de cadáveres. Parecía un cuento de hadas.